51 LAS RAICES DEL MAL JOHN KEKES
LAS RAÍCES DEL MAL
Focus: Política
Fecha: 08/11/2018
Fecha: 08/11/2018
John Kekes, profesor
emérito de filosofía de la universidad de Albany, publicó en el 2007 un libro
de ensayo con el título “The Roots of Evil” (las raíces del
mal), en el que analizaba una serie de circunstancias sociales a lo largo de la
historia, en las que se había producido un fenómeno que podríamos describir
como un “mal endémico, un mal extensible al grueso de una población”.
Creo que este mal
endémico es el que el Estado español lleva años descargando contra Catalunya y
sus ciudadanos. Y cuando me refiero a los ciudadanos catalanes me ciño a
aquellos que lo son porque quieren serlo (“voluntat d’ésser catalans” que
decía Vicens Vives), y no a aquellos que habiendo nacido o no en Catalunya se
consideran ciudadanos españoles y sólo administrativamente lo son de Catalunya.
Hago esta aclaración
porque estoy harto de las sandeces que prodigan algunos tertulianos,
disfrazados de políticos, y algunos políticos, travestidos en tertulianos,
sobre los “buenos y malos catalanes”. No hay tal cosa. En
Catalunya hay catalanes y españoles que viven en Catalunya (insisto, hayan
nacido o no aquí). Una lectura distinta es ignorar los fundamentos de la
antropología cultural. Que en las actuales circunstancias los primeros sean
mayoritariamente independentistas y los segundos españolistas, es una simple
aplicación de la lógica más elemental.
O sea, los receptores
de esa ola de maldad son los catalanes y, por extensión, sus representantes democráticamente
elegidos, sus instituciones, su lengua, sus costumbres, su forma de entender la
vida, su historia, sus proyectos de futuro.
Dice John Kekes, con
el rigor académico que le caracteriza, que “La maldad es el más serio
de nuestros problemas morales. Toda la crueldad del mundo, la codicia, los
prejuicios y el fanatismo arruinan la vida de incontables víctimas.
La atrocidad provoca atrocidad. Se alimenta un odio furioso hacia el enemigo
real o imaginario, que rebela unas tendencias salvajes y destructivas en la
naturaleza humana. Comprender esto cuestiona nuestras ilusiones optimistas
sobre el peso de la razón y la moral en la mejora de la vida humana.
Desecharlas es de importancia vital, porque son los obstáculos para poder
contrarrestar la amenaza del mal”.
Desde el amplio campo
de las ciencias sociales hay un eterno debate entre la psicopatía y
la sociopatía, hasta el extremo de que algunos (psicólogos,
psiquiatras, criminólogos) las confunden. Donde sí existe un acuerdo respecto
al modelo de comportamiento es que en el psicópata el mayor peso de la
desviación se halla en el propio sujeto (por razones genéticas, hormonales o
químicas) y en el sociópata el protagonismo lo tiene el entorno.
Que algunos personajes
expresen de forma continuada un odio y un ensañamiento maligno contra Catalunya
y los catalanes, podría ser clasificado como conducta psicopática. Pero cuando
se detecta una extensión de la conducta a una pluralidad de actores e
instituciones, el fenómeno cobra otro sentido. Es cuando la sociopatía se hace
endémica. En el contencioso catalán hay signos evidentes de maldad.
La hay cuando el
representante simbólico del Estado toma partido de forma agresiva contra una
parte de la población, en lugar de hacer de árbitro como le compete. La hay cuando
los partidos mayoritarios cercenan los derechos de los catalanes, en una
interpretación sesgada de la Constitución (155). La hay cuando
se ordena a las unidades más violentas de las fuerzas de seguridad que ataquen
a los ciudadanos, que de forma pacífica pretendían votar. La hay cuando
se pone al frente de esas unidades a personajes con una trayectoria ligada al
Régimen franquista. La hay cuando después de la masacre se
conceden premios a los más beligerantes. La hay cuando el
poder judicial (jueces y fiscales) hacen una lectura intencionada y perversa de
unos hechos que gracias a las nuevas tecnologías ya no pueden tergiversar por
más que lo intenten. La hay cuando se aplica una presión
preventiva sine die (un hito en la historia penal) a unos representantes
políticos y cívicos que no hicieron más que cumplir su obligación. La
hay cuando las acusaciones se ajustan a una fabulación que no tiene
nada que ver con la realidad. La hay cuando todo ello es
jaleado no sólo por los partidos españolistas, sus medios afines (prácticamente
todos) y sus centros de poder económico-financieros, sino también por las
máximas autoridades de la religión oficial del Estado (el nacionalcatolicismo),
a través de la Cope o de Trece televisión, de las que son propietarios (Conferencia
Episcopal). La hay cuando un llamado Tribunal Constitucional
emite dictámenes en el sentido y en el tiempo que el poder ejecutivo le
indica. La hay cuando el máximo ejecutivo del Consejo General
del Poder Judicial hace pública una carta dirigida a un juez de instrucción de
Barcelona (que estuvo en el origen de la causa general, tras aceptar una
denuncia del grupo ultraderechista y extraparlamentario Vox) en la que no le
anima a ser justo, generoso y responsable (que es la obligación del cualquier juez)
sino que le felicita porque “cambió el rumbo de la historia de nuestro
país”, lo que no es más que una vulgar soflama. La haycuando se
archivan causas penales graves, como es la utilización de las cloacas del
Estado para destruir la vida, la imagen, el respeto y la familia de aquellos
que resulten molestos. La hay cuando los autoproclamados “intelectuales
progresistas españoles” permanecen en silencio ante tan graves
hechos. La hay cuando el “a por ellos” se
generaliza. La hay cuando las autoridades internacionales de
los Estados más próximos se inhiben ante la constante vulneración de los
derechos más elementales.
Esto no es nuevo.
Hanna Arendt ya formuló su interesante hipótesis sobre la “banalidad
del mal”, en su libro, publicado en 1963, “Eichmann in
Jerusalem. A Report on the Banality of Evil”. Allí explica cómo
se creó el entramado burocrático que propició el holocausto. Eichmann no era un
psicópata; estaba allí y se limitó a cumplir órdenes, sin preguntarse si éstas
eran o no justas. Si te distancias de la realidad y no haces ningún esfuerzo
para comprenderla, acabas normalizando la maldad. Esto no justifica tu
conducta, pero la sitúa en su propio contexto. En palabras de Arendt: “Cuando
hablo de “banalidad” no lo hago sólo a nivel objetivo; me limito a destacar un
fenómeno que a lo largo del juicio se hizo evidente: Eichmann no podía estar
más lejos de “ser un malvado”. Eichmann simplemente “nuca supo lo
que hacía”. Y, como él, una gran mayoría de la población alemana, que
aceptó como buenas las políticas nazis de persecución racial y genocidio,
tomando como base la conformidad social y la obediencia a la autoridad. Y no
era una obediencia pasiva, pues el régimen nazi fue hasta el último momento
extremadamente popular.
El Estado español
lleva siglos fomentando las raíces del mal, algo que la humanidad como especie
arrastra desde sus orígenes. Y aunque nuestra tendencia natural a la animosidad
y a la destrucción coexista con la tendencia a la empatía y a la cooperación,
el sesgo se da en el sentido equivocado. En una correspondencia cruzada entre
Albert Einstein y Sigmund Freud (1931-1932), el primero preguntó al
segundo: “¿Es posible controlar la evolución mental del hombre, de
forma tal que se constituya en una barrera contra la psicosis del odio y la
destrucción?” A lo que Freud respondió: “No es probable que seamos
capaces de suprimir las tendencias agresivas de la humanidad”.
El comportamiento del
Estado español, en su dimensión total (personas e instituciones), parece
confirmar el peor de los dictámenes. Solo la banalización del mal explica
lo que está ocurriendo.
51 LAS RAICES DEL MAL JOHN KEKES
LAS RAÍCES DEL MAL
Focus: Política
Fecha: 08/11/2018
Fecha: 08/11/2018
John Kekes, profesor
emérito de filosofía de la universidad de Albany, publicó en el 2007 un libro
de ensayo con el título “The Roots of Evil” (las raíces del
mal), en el que analizaba una serie de circunstancias sociales a lo largo de la
historia, en las que se había producido un fenómeno que podríamos describir
como un “mal endémico, un mal extensible al grueso de una población”.
Creo que este mal
endémico es el que el Estado español lleva años descargando contra Catalunya y
sus ciudadanos. Y cuando me refiero a los ciudadanos catalanes me ciño a
aquellos que lo son porque quieren serlo (“voluntat d’ésser catalans” que
decía Vicens Vives), y no a aquellos que habiendo nacido o no en Catalunya se
consideran ciudadanos españoles y sólo administrativamente lo son de Catalunya.
Hago esta aclaración
porque estoy harto de las sandeces que prodigan algunos tertulianos,
disfrazados de políticos, y algunos políticos, travestidos en tertulianos,
sobre los “buenos y malos catalanes”. No hay tal cosa. En
Catalunya hay catalanes y españoles que viven en Catalunya (insisto, hayan
nacido o no aquí). Una lectura distinta es ignorar los fundamentos de la
antropología cultural. Que en las actuales circunstancias los primeros sean
mayoritariamente independentistas y los segundos españolistas, es una simple
aplicación de la lógica más elemental.
O sea, los receptores
de esa ola de maldad son los catalanes y, por extensión, sus representantes democráticamente
elegidos, sus instituciones, su lengua, sus costumbres, su forma de entender la
vida, su historia, sus proyectos de futuro.
Dice John Kekes, con
el rigor académico que le caracteriza, que “La maldad es el más serio
de nuestros problemas morales. Toda la crueldad del mundo, la codicia, los
prejuicios y el fanatismo arruinan la vida de incontables víctimas.
La atrocidad provoca atrocidad. Se alimenta un odio furioso hacia el enemigo
real o imaginario, que rebela unas tendencias salvajes y destructivas en la
naturaleza humana. Comprender esto cuestiona nuestras ilusiones optimistas
sobre el peso de la razón y la moral en la mejora de la vida humana.
Desecharlas es de importancia vital, porque son los obstáculos para poder
contrarrestar la amenaza del mal”.
Desde el amplio campo
de las ciencias sociales hay un eterno debate entre la psicopatía y
la sociopatía, hasta el extremo de que algunos (psicólogos,
psiquiatras, criminólogos) las confunden. Donde sí existe un acuerdo respecto
al modelo de comportamiento es que en el psicópata el mayor peso de la
desviación se halla en el propio sujeto (por razones genéticas, hormonales o
químicas) y en el sociópata el protagonismo lo tiene el entorno.
Que algunos personajes
expresen de forma continuada un odio y un ensañamiento maligno contra Catalunya
y los catalanes, podría ser clasificado como conducta psicopática. Pero cuando
se detecta una extensión de la conducta a una pluralidad de actores e
instituciones, el fenómeno cobra otro sentido. Es cuando la sociopatía se hace
endémica. En el contencioso catalán hay signos evidentes de maldad.
La hay cuando el
representante simbólico del Estado toma partido de forma agresiva contra una
parte de la población, en lugar de hacer de árbitro como le compete. La hay cuando
los partidos mayoritarios cercenan los derechos de los catalanes, en una
interpretación sesgada de la Constitución (155). La hay cuando
se ordena a las unidades más violentas de las fuerzas de seguridad que ataquen
a los ciudadanos, que de forma pacífica pretendían votar. La hay cuando
se pone al frente de esas unidades a personajes con una trayectoria ligada al
Régimen franquista. La hay cuando después de la masacre se
conceden premios a los más beligerantes. La hay cuando el
poder judicial (jueces y fiscales) hacen una lectura intencionada y perversa de
unos hechos que gracias a las nuevas tecnologías ya no pueden tergiversar por
más que lo intenten. La hay cuando se aplica una presión
preventiva sine die (un hito en la historia penal) a unos representantes
políticos y cívicos que no hicieron más que cumplir su obligación. La
hay cuando las acusaciones se ajustan a una fabulación que no tiene
nada que ver con la realidad. La hay cuando todo ello es
jaleado no sólo por los partidos españolistas, sus medios afines (prácticamente
todos) y sus centros de poder económico-financieros, sino también por las
máximas autoridades de la religión oficial del Estado (el nacionalcatolicismo),
a través de la Cope o de Trece televisión, de las que son propietarios (Conferencia
Episcopal). La hay cuando un llamado Tribunal Constitucional
emite dictámenes en el sentido y en el tiempo que el poder ejecutivo le
indica. La hay cuando el máximo ejecutivo del Consejo General
del Poder Judicial hace pública una carta dirigida a un juez de instrucción de
Barcelona (que estuvo en el origen de la causa general, tras aceptar una
denuncia del grupo ultraderechista y extraparlamentario Vox) en la que no le
anima a ser justo, generoso y responsable (que es la obligación del cualquier juez)
sino que le felicita porque “cambió el rumbo de la historia de nuestro
país”, lo que no es más que una vulgar soflama. La haycuando se
archivan causas penales graves, como es la utilización de las cloacas del
Estado para destruir la vida, la imagen, el respeto y la familia de aquellos
que resulten molestos. La hay cuando los autoproclamados “intelectuales
progresistas españoles” permanecen en silencio ante tan graves
hechos. La hay cuando el “a por ellos” se
generaliza. La hay cuando las autoridades internacionales de
los Estados más próximos se inhiben ante la constante vulneración de los
derechos más elementales.
Esto no es nuevo.
Hanna Arendt ya formuló su interesante hipótesis sobre la “banalidad
del mal”, en su libro, publicado en 1963, “Eichmann in
Jerusalem. A Report on the Banality of Evil”. Allí explica cómo
se creó el entramado burocrático que propició el holocausto. Eichmann no era un
psicópata; estaba allí y se limitó a cumplir órdenes, sin preguntarse si éstas
eran o no justas. Si te distancias de la realidad y no haces ningún esfuerzo
para comprenderla, acabas normalizando la maldad. Esto no justifica tu
conducta, pero la sitúa en su propio contexto. En palabras de Arendt: “Cuando
hablo de “banalidad” no lo hago sólo a nivel objetivo; me limito a destacar un
fenómeno que a lo largo del juicio se hizo evidente: Eichmann no podía estar
más lejos de “ser un malvado”. Eichmann simplemente “nuca supo lo
que hacía”. Y, como él, una gran mayoría de la población alemana, que
aceptó como buenas las políticas nazis de persecución racial y genocidio,
tomando como base la conformidad social y la obediencia a la autoridad. Y no
era una obediencia pasiva, pues el régimen nazi fue hasta el último momento
extremadamente popular.
El Estado español
lleva siglos fomentando las raíces del mal, algo que la humanidad como especie
arrastra desde sus orígenes. Y aunque nuestra tendencia natural a la animosidad
y a la destrucción coexista con la tendencia a la empatía y a la cooperación,
el sesgo se da en el sentido equivocado. En una correspondencia cruzada entre
Albert Einstein y Sigmund Freud (1931-1932), el primero preguntó al
segundo: “¿Es posible controlar la evolución mental del hombre, de
forma tal que se constituya en una barrera contra la psicosis del odio y la
destrucción?” A lo que Freud respondió: “No es probable que seamos
capaces de suprimir las tendencias agresivas de la humanidad”.
El comportamiento del
Estado español, en su dimensión total (personas e instituciones), parece
confirmar el peor de los dictámenes. Solo la banalización del mal explica
lo que está ocurriendo.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada