62 España ha muerto
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17/10/2019
Sostenía Thomas Paine que
“mi país es el mundo, y mi religión, hacer el bien”. En la iliberal España, que
durante décadas prohibió a autores como este ilustrado inglés que contribuyó a
la independencia de Norteamérica, una especie de tormenta identitaria ha
inundado de rojigualdas las calles y los espíritus. Un nacionalismo que, de
acuerdo con las teorías de Michael Billig podría considerarse banal, pero que
aparece con una furia que recuerda a los reiterados episodios de fanatismo
religioso que periódicamente han manchado la historia común. Ahora por ahora, y
de manera paralela a la involución política y social, la religión del
españolismo hace todo el mal que puede contra la disidencia política, contra
quienes ponen en duda el régimen del 78 (en realidad, una versión actualizada
del sistema operativo instalado en el 39), contra todo aquel que parece
diferente o no pretende plegarse ante una especie de unanimismo que banaliza el
mal que supone condenar a disidentes políticos a elevadas penas de cárcel en un
proceso jurídico comparable a un akelarre inquisitorial.
No es necesario ser Émile Zola para acusar a un régimen crepuscular el
vergonzoso espectáculo que ha supuesto abusar del derecho penal del enemigo
ante un problema político de primera magnitud. El hecho que, como mínimo, la
mitad de los residentes catalanes haya dicho basta a aguantar en un estado que
ni los comprende ni los respeta ha desencadenado un reaccionarismo en el estado
profundo que ha arrastrado a España hacia una ciénaga política en la que ya ni
disimula su solidaridad con la Turquía genocida. Ya tampoco resulta
sorprendente que, como toda dictadura, el estado realice ímprobos e inútiles
esfuerzos (pagados por todos) para aparentar ser una democracia mientras
compromete el derecho a manifestación, detiene de madrugada a oponentes
políticos, acusa de terroristas a disidentes, presiona a diplomáticos, manipula
burdamente a los medios de comunicación o sigue ejemplarmente el manual de las
dictaduras, a pesar de que les dé vergüenza reconocerlo. También es propio de
estos regímenes que involucionan, el apagón informativo que impide versiones
alternativas a la realidad construida artificialmente con la intención de
despersonalizar a quien considera enemigo, que en este momento es la inmensa
mayoría de catalanes que, más allá sean independentistas o no, saben que es un
escándalo sentenciar a personas inocentes y honradas en un país en que corruptos,
asesinos y torturadores con patente de corso estatal han sido indultados,
promovidos y condecorados.
Pero, claro. En este proceso de represión generalizada, también es
necesario construir un relato con suficiente capacidad de seducir a aquellos
indiferentes ante el sufrimiento ajeno, o que se creen todo lo que les dicen. Y
éste ha consistido en presentar la cuestión catalana como un “problema de
convivencia” entre independentistas y quienes no lo son. Según este relato, la
sociedad catalana estaría dividida y enfrentada por este debate, que cualquier
observador imparcial (y los corresponsales extranjeros que han vivido en los
últimos años) saben que es una mentira interesada, una tergiversación de la
realidad con fines propagandísticos en el contexto de una guerra sucia
psicológica. Pero la catalana, como cualquier otra sociedad europea madura,
tiene opiniones diferentes sobre varias cuestiones, sobre las cuales discute
sin que ello conlleve al enfrentamiento. A diferencia del Constitucional, que
censura cualquier debate en el Parlamento sobre autodeterminación, los
atentados del 17 de agosto, la monarquía o la injerencia de un poder judicial
desacreditado, en Cataluña se discute de todo educadamente y sin que ello
comporte ningún trauma, más allá de los espectáculos de varietés que organiza
Ciudadanos. Cualquier estudio demoscópico puede demostrarlo (aparte de la
realidad cotidiana). La manipulación, ya los sabemos, consiste a convertir la
anécdota en categoría, y precisamente, a partir de rigurosos estudios
sociológicos y su análisis evolutivo, como el publicado el mes pasado por
Albert Fabà en la revista L’Avenç, ha constatado que, respecto a la última
década, la sociedad catalana pasó de clasificarse en cuatro grupos según su
adscripción respecto a la cuestión nacional, a dos y medio en la actualidad. En
2011, en primer lugar, existía una minoría, no superior al 7%, generalmente
residentes españoles sin muchas ganas de relacionarse con la población
autóctona, que consideraba que Cataluña tenía demasiada autonomía. Un segundo
colectivo, el más numeroso, con un 35% que podrían considerarse como
“autonomistas” porque se sentían relativamente cómodos con el estatus vigente.
Por su parte, un 30% considerados como “federalistas”, más o menos creían que,
sin romper con la Constitución, sería necesario un estatus diferenciado que
implicaba mayor soberanía. Finalmente, en el año posterior a la sentencia del
Estatut, los partidarios de la independencia no llegaban al 28%. Las cosas han
cambiado hoy radicalmente, y respecto a la política de represión y
catalanofobia promovida desde el estado, hay un colectivo no superior al 20%,
en su mayoría, personas monolingües en español, con escaso arraigo en el
territorio, que han adoptado la visión mayoritaria de España, y un porcentaje
que varía según las encuestas, en el que el independentismo representaría entre
el 46 y el 54%. En medio, una multitud de personas que, si bien no son
independentistas, asisten horrorizadas ante el espectáculo de la represión y el
encarcelamiento de inocentes, que se dan cuenta de que España es una dictadura.
En cierta manera se trata de una Cataluña huérfana, en el sentido que lo más
razonable, un diálogo sin límites para encauzar la situación, es excluido de
toda posibilidad mientras persiste la deriva autoritaria y represiva de un
estado, que ha asumido el control del gobierno, y que actúa saltándose sus
propias leyes en nombre de una Constitución que ignoran.
Pero sí existe un problema de convivencia, pero no es como Sánchez lo
describe. Y lo conozco bien, porque afecta a quien esto escribe. Mientras la
mayoría de españoles monolingües tienen una única identidad, los catalanes,
como mínimo tenemos dos. Hablamos dos lenguas (o más), poseemos dos culturas,
dos cosmovisiones, y por tanto, una cierta mirada estereoscópica que nos
permite relativizar más fácilmente. Cultura española y catalana convivían en
nuestro espíritu sin demasiados problemas, diría que incluso resultaban
complementarias, y nos ayudaban a penetrar en otras nuevas fronteras (es un hecho
probado que los bilingües aprendemos con mayor facilidad una nueva cultura o un
nuevo idioma gracias a esta complementariedad). Memorizábamos Machado o las
canciones de Sabina, de la misma manera que nos seducía Maria-Mercè Marçal o
aprendíamos a tocar Sopa de Cabra.
¡Pero, ay! Las cosas empezaron a ir mal a partir del momento en el que el
anticatalanismo, tan propio del viejo franquismo, empezó a utilizarse como arma
electoral, o como expresión de cómo el búnquer ocultado de la luz pública en
los setenta, resurgió en la superficie, entre el oportunismo de unos y el
silencio cómplice de otros. Primero fue la creación de un mapa autonómico
especialmente diseñado para diluir la condición nacional de Cataluña. Después
fueron los ataques a la inmersión y a la lengua (promoviendo un secesionismo
lingüístico o tergiversando la realidad de la escuela). Paralelamente vinieron
los ataques a la autonomía, laminando competencias a partir de leyes que
pretendían reducir la capacidad legislativa de las instituciones catalanas al
nivel de las diputaciones provinciales. En los últimos años ha sido la
difamación, el insulto y el desprecio, que ha arreciado a partir de la toma de
conciencia nacional, hasta el punto que el indendentismo se ha convertido en la
alternativa mayoritaria. Y que tiene enfrente, no ciudadanos catalanes críticos
con la independencia, sino a un estado que, a medida que pasa el tiempo, menos
sabe disimular el fundamento franquista que no fue juzgado ni eliminado
mediante una democracia que hoy se revela vigilada.
Las amenazas, los desprecios, las difamaciones que día sí, día también
aparecen en unos medios controlados por la oscuridad del franquismo, la
represión, las detenciones arbitrarias, y finalmente, una sentencia que ni
siquiera Kafka se hubiera atrevido a redactar, ha hecho que nuestro afecto,
apego, simpatía, aquella parte española de nuestra alma, ha muerto. Y eso no lo
puede remediar ni el odio de unos, ni los silencios (con honrosas excepciones)
de otros.
España ha muerto en nosotros. Un país que, más que darnos la espalda, ha
tratado de darnos palos para recordar que el franquismo sigue vivo. Un país
incapaz de aceptar la diversidad y tratar como iguales a quienes, manteniendo
un pasaporte español, poseen una condición nacional y cultural diferente. Un
país que nos desprecia. Un país por el cual hemos perdido el afecto y el
respeto. Y, lo siento mucho, pero después de estos últimos años, y
especialmente tras una sentencia que ha sacado lo peor de España y de una parte
diría que mayoritaria de españoles, ha muerto en nosotros. Definitivamente.
Y vuelvo a Paine. Con España muerta, no es que seamos más catalanes. Al
contrario. Más allá de que seamos independentistas o no, nuestro país es el
mundo, y nuestra religión es hacer el bien. Y hacer el bien consiste, también,
en combatir el mal del autoritarismo y la represión.
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